jueves, 14 de mayo de 2009

Marx y su obsesión por La Burguesia



Quien es el motor de la historia para el liberalismo?
Por qué la historia progresa con el Hombre y no con Dios?
Por qué es el hombre y no otra cosa u otro ser el factor de progreso en la historia?

José Pablo Feinmann, en su Ensayo sobre la violencia política(La Sangre derramada), dedica en un apartado de este espectacular ensayo, publicado allá por el año 1998, unas piezas sobre la obsesión que el lúdico Marx tenía con la Burguesía Revolucionaria del Siglo XVIII y XIX. La burguesía se asocia inmediatamente con la idea de revolución, dice Marx[1]; la Burguesía y su inmensa capa intelectual –el liberalismo- instalan en el llano terrenal un cuestionamiento fundamental: la existencia, o quizás mejor dicho, la fehaciente comprobación de una autoridad divina. Se puede señalar a Descartes, o a Kant y los conceptos “a priori” del hombre como los insensatos liberales que introdujeron esa duda en la humanidad occidental de su época. Pero no fue solo eso: correr a Dios del centro de toda explicación filosófica y poner en su lugar lo “único” que puede explicar, y explicarse, o sea el Hombre; introdujo en la historia la idea del progreso. El hombre como ser racional, estratégico, crea los medios necesarios para satisfacer sus necesidades. Construye sus categorías a partir de sus conocimientos, de su razón, no ya desde la impronta divina, desde el mandato de dios. La historia ahora, libre de los anclajes deístas, adquiere un carácter enigmático y progresivo, los hechos y las acciones de los hombres no encuentran más explicación en la Voluntad divina, sino que son puramente producto de la racionalidad (o irracionalidad) del ser supremo terrenal: El Hombre.
La Burguesía se convierte en ese motor transformador, arrasador, que va a convertir a la sociedad mundial en un constante progreso, en una expansión “eterna”, en una globalización económica, filosófica, científica y cultural que va a parecer no tener fin, o mejor dicho limites algunos que no sean los que se ponen los propios hombres, porque Dios ya no limita, no sustenta la historia. Y así, las expansiones coloniales (India, la Joya de Inglaterra), las fiebres del oro, invenciones tecnológicas que facilitan, o dinamizan la producción de bienes, los limites progresivos de los mercados parecen no tener obstáculo a principios del siglo XIX. El capitalismo, derivado de un mercantilismo que explotó con la revolución industrial aún paleolítica, se abre paso en Europa primero, y se afirma en occidente, después. Las masas despojadas de los campos feudales emigran a los centros urbanos en crecimiento. Inmediatamente se convierten en mano de obra disponible (por supuesto antes pasan de ser campesinos esclavos y ahora se convierten en personas libres que eligen regalar, o perdón, vender su fuerza de trabajo).
A propósito, para Marx, (desde la perspectiva de Feinmann) es tan apasionante la Burguesía que va a crear a su propio destructor, a su único asesino: “El Proletariado”. ¿Cómo es posible que esto ocurra? Es posible claro, en términos del Propio Marx, porque se establece una relación desigual entre el propietario capitalista, y su generador de excedente: el trabajador. Esta relación desigual se basa a su vez, en una dependencia en relación al producto elaborado: el proletariado es quien pone en juego su creatividad y es quien le da esa prima al elemento en cuestión, por lo cual esa ganancia de la que se hace el empresario es producto ni más ni menos de quien la trabaja, el prole. Esta desigualdad y dependencia en la que se basa la relación, que se demuestra técnicamente en la ruptura que, según Marx, se produce en el crecimiento desproporcionado entre las Relaciones de producción y las Fuerzas Productivas, desembocará en este final donde, como dice el tango, “ni el tiro del final va a salir”.
¿Por qué ese tiro del final donde el proletariado tomaría conciencia de sí mismo, se organizaría y rompería las estructuras políticas burguesas para convertirse en clase poderosa y dirigir la “Dictadura del Proletariado” finalmente no se dio?
Y bueno, concluyo este breve apartado tomando la respuesta que el propio Feinmann declara en su ensayo espectacular: los ojos de Marx llegaron hasta mediados y fines del siglo XIX, pero no pudo ver el gran desarrollo del Capitalismo occidental a fines de siglo y principios del siglo XX. Con el fracaso de las revoluciones proletarias, la burguesía confirma su condición de clase revolucionaria y su sentido mentado en la historia de constante avance, progreso y expansión.
[1] Jose Pablo Feinmann, La Sangre Derramada. Ed. Planeta

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